lunes, 17 de enero de 2011




El café 'La martinique' está situado en un callejón paralelo a una de las calles que desemboca en la catedral de Lyon. La amplitud no sería una de sus definiciones por excelencia, pero sin embargo, el acogedor fuego que mantienen siempre encendido le daba a la sala un carácter más hogareño.

Las paredes estaban empapeladas de color rojo aterciopelado con dibujos dorados simétricos en toda la sala y, para romper con la monotonía, algún que otro cuadro de época alumbrado por su candil. Dicha decoración seguramente no la habrían cambiado nunca, ya que se notaba que el papel apuraba su finura y las humedades aparecían por doquier.
Una barra coqueta se acurrucaba en un rincón. Se notaba que era antigua ya que los rebordes estaban acabados al milímetro, y un espejo con algunos despuntes negros se postraba detrás de las botellas. La barra era gobernada por Gabrielle, una francesa de nacimiento pero con padres asturicenses que no tenía pelos en la lengua. Si tenía que decirte lo desmejorado que te veía, te lo diría sin duda, ya que sus piernas jóvenes y su cara linda echaban para atrás cualquier reprimenda.

Allí estábamos Elsa y yo, a metro y medio si cabe de la lumbre y con sendos cafés. La conversación estaba siendo larga y tendida en toda la tarde por el tiempo que llevábamos sin saber nada el uno del otro. Había escogido ese lugar por la tranquilidad con la que podríamos hablar, ya que era poco conocido al haber tan poco espacio.

Nos habíamos encontrado por casualidad esa misma mañana.
Ella estaba de visita por la ciudad en casa de una amiga y decidió salir un rato sola a investigar por los alrededores, y yo, que nunca compro comida para más de dos días, me tocaba bajar a ver qué comía hoy. Casualmente, por no bajar un minuto antes o después, acabamos encontrándonos de frente en mitad de unos de los pasillos del supermercado. La ilusión que me dio por verla desemboco que acabáramos aquí, pidiéndole que sacara tiempo en algún momento para ponernos al día.

No había cambiado nada, o por lo menos casi. Antes no quitaba la vista de sus tres lunares en el cuello donde me regodeaba intentando unirlos con el dedo, pero ahora en cambio tenía otros tres más donde la superficie total hacía que los separara, aunque sinceramente, era mejor tener mas recorrido. Los ojos, aunque el color miel no hubiera mutado aún al no ser verano, mantenían su fuerza viva de antaño, pero de vez en cuando le notaba que la mirada no era la misma.
Y aunque ella se riera, seguía insistiendo que ese color rubio-apagado no era el mismo que yo veía, ya que lo recordaba aun más apagado. A parte de eso seguía en sus trece, mismo olor, mismo tacto, mismo nerviosismo y mismo encanto.

La tarde pasó en un minuto escaso. Miré el reloj sólo cuando ella dijo lo tarde que se estaba haciendo.
¡Las nueve y media!. Estaba tan perdido en los viejos recuerdos revividos que la hora era lo que menos me pesaba en esos momentos. Se hacía de noche, sí, pero con ella se oscurecían los remordimientos, y éstos dejaban paso a un gran halo blanco. Quería que se mantuviera constante en el tiempo y no se moviera, pero era consciente de cómo en verdad se mueve el tiempo, así que sin dudar ningún instante la miré a los ojos, le cogí de la manos aunque las mías estuvieran frías y le propuse lo más cortés que sabía:
¿Quieres pasar la noche conmigo?

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